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28 mayo 2012

Vidas en sueño - 92 (Puesta de sol en El Retiro)





―Qué bonita puesta de sol, Alfredo.

Contemplé unos segundos a la Floren y su estropeado cuerpo embutido en un vestido corto de plástico, del que brilla en las noches de pasión. Dos personas sentadas en un banco del Retiro, rodeadas de acacias y con el ocaso frente a ellos; algún niño grita a su madre, un grupo de corredores levanta polvo y dos ancianos juegan a ser treintañeros con sus zapatillas deportivas relucientes. Floren y yo podríamos ser una fabulosa pareja de enamorados, pero había dos asuntos que lo impedían: ella vendía su cuerpo y yo vendía mi alma para conseguir información de otras almas ―en este caso, lo que Floren me pudiera contar acerca de un tipo por cincuenta euros recién sacados del cajero automático―. Eso, el dinero, nos impedía ser enamorados y disfrutar de un anochecer en condiciones. Además, llevaba un rato conteniendo las ganas de cagar.

―La poesía déjala para otro rato. Ve al grano, que tengo otros asuntos de qué ocuparme.
―De verdad, qué poco románticos somos en esta ciudad. Las prisas, las malditas prisas, y no nos detenemos a disfrutar de nada.
―Floren, te recuerdo que tu cobras por horas.

Me observó con cansancio, como si aquella frase ya no le afectara. El camino de tierra donde estábamos levantaba algo de polvo al paso de una bicicleta; al fondo, entre los setos, se distinguía una fuente y el palacio de cristal. Floren se estiró un poco más el plástico y yo temí que aquello explotase y se fuera a la mierda la puesta de sol. Decidí quedarme en silencio, a la espera de que arrancase a hablar. Y pasaron los segundos bajo las acacias. Joder, en las películas de detectives las putas suelen ser más habladoras. Solo cuando me vio revolverme en el asiento abrió el pico.

―Pues agárrate, porque tu hombre se llama Saturnino Pardés ―dijo con una sonrisa, esperando que diera un bote o le plantase un beso por tan grata sorpresa.
―¿Debería decirme algo ese nombre?
―¿No ves la tele?
―No.
―Entonces no te sonará.
―Es evidente ―respondí intentando aparentar tranquilidad―. ¿Podemos seguir?
―A ti la primavera no te sienta muy bien.

Empecé a suspirar y Floren parecía divertirse con todo aquello: total, iba a cobrar y no tenía prisa por volver a su esquina. No obstante, yo sí tenia prisa por volver a mi esquina de facturas, problemas, con una cotorra argentina de fondo silbando; a todo esto, ¿le había cambiado el agua al pájaro?

―Floren, o sigues o los cincuenta euros me los gasto en otro confite.
―Hijo, ¡qué mala uva tienes! ―Su rostro se arrugó y ahí se apreció que Floren ya había cruzado el umbral de los cincuenta, que su primavera acabó; primavera, verano, otoño y casi el invierno―. Bueno, pues este hombre, Saturnino, era un vendedor de neveras o algo así hasta que conoció a Jenny Jenny, la petarda que sale en todas las fiestas de famosos en Marbella, y se hicieron novios. Se hartarían de revolcarse por la playa y de las mil fiestas a las que acudieron, porque duró muy poco aquello: dos meses y si te he visto no me acuerdo. O al menos eso puso el “Diez Minutos”. Ya sabes, que si no encajaban bien como pareja, que si habían decidido darse un paréntesis indefinido para encontrar el camino. Tras la ruptura, Saturnino acudió a un par de platós de televisión y participó en un concurso donde junto a otros once famosos se dedicaban a sobrevivir en una granja, rodeados de mierda de cerdo, sembrados y cámaras. Hace mucho tiempo que no sale en la tele ni en las revistas, aunque la última vez que salió fue un escándalo: según contaron en un programa de la tele, Saturnino se había liado con una que fue esposa del Junquillo, el torero. Aquello provocó su divorcio. Incluso se dijo que el Junquillo intentó suicidarse y no sé quién salió en la tele afirmando que él también se había follado a la mujer del Junquillo. Un escándalo.

―Entonces ―la corté en seco―, podemos decir que es un famoso.
―Famosete, para ser más exactos ―dijo, apuntándome con un dedo.
―De acuerdo. ¿Qué más me puedes contar?
―¿De qué te hablo, de lo de las revistas o de lo que he ido descubriendo?

El sol se iba, y con él los gritos de los niños, los deportistas y los traficantes de cannabis. Lo que no se iban eran las ganas de mandarla a tomar por culo. Una ligera brisa refrescó el ambiente y las farolas comenzaban a encenderse por todo el camino. Me froté la sien con la mano y, haciendo de un suspiro el templo de paz interior budista, respondí:

―De tus descubrimientos, Floren. De tus descubrimientos.
―Pues que Saturnino está relacionado con dos o tres camellos que pululan por Velarde y el Dos de Mayo. Bueno, lo de relacionado no me refiero a que sea de la otra acera ni nada de eso; y doy fe de su hombría ―se rio como una adolescente que descubre la utilidad de los condones―. En fin, que está metido en asuntos de drogas y no es extraño, porque todos los famosos acaban hasta el culo de cocaína; no saben en qué gastar tanto dinero.
―¿Pasa droga?
―No, se la esnifa, que es peor. Porque, digo yo, el dinero se acaba tarde o temprano. Y si te drogas, pues se termina antes ―dijo con tono lastimero, como si realmente le diese pena todo aquello―. También es muy putero: no me costó mucho llevármelo al huerto.
―Sí que tenía ir drogado entonces.
―Una, que aún conserva sus encantos y sabe cómo ponérsela tiesa a un tío.

Lo dijo con cierta insinuación, al tiempo que se acariciaba los michelines, aprisionados bajo ese vestido de plástico; me vino a la mente la imagen de una morcilla. Consulté el reloj: el tiempo se me agotaba y necesitaba más datos.

―Y poco más ―continuó―. Vive en un ático por el barrio del Pilar, está divorciado desde que se lio con la Jenny Jenny, sus padres murieron y no tiene más familia que un caniche sarnoso. ―Floren tomó una pausa larga y aprovechó para tomar aire. Para darle más dramatismo, suspiró y me miró con ojos de pena―. El pobre diablo ha perdido las riendas de su vida y al paso que va alguien le va a pegar un tiro en plena calle por no pagar sus deudas.
―¿Tiene deudas?
―No lo sé, pero la experiencia me dice que los que viven como él, o encuentran a una mujer que los enderece o acaban hundiéndose en el lodo.

Ahí terminó toda la información de la Floren. “Pobre hombre”, añadió, al tiempo que sacaba de su bolso un espejito y se apretaba los labios, mal pintados y de un rojo muy intenso. Hasta ese momento no me había fijado que tenía un arañazo en el cuello, tapado en todo momento por su pelo rubio de bote y que solo otra de las brisas de la tarde logró revelar. Me fijé en la fuente del fondo, silueteada por las luces anaranjadas.

―¿Vas a delatarlo? ―preguntó con un tono de voz que intentaba ser despreocupado.

Nunca me han gustado las obviedades, por lo que no respondí. Tampoco hizo gesto de esperar mi respuesta: estaba más entretenida con su sesión de maquillaje de alterne. La observé un rato en silencio, intentando comprender qué llevaba a una mujer como ella, puta desde los veinte, sin familia, que no conocía una vida con más lujos que el de las pensiones de Gran Vía y Fuencarral, donde atendía a sus clientes: hombres casados, llenos de pelos y sudor, con billetes de diez euros mal doblados. La Floren que, a sus cincuenta años y con un par de abortos ilegales, me hablaba de primaveras en el Retiro. Extendí el billete de cincuenta euros y me levanté del banco, que la puesta de sol ya había terminado y las sombras de la noche madrileña empezaban a tapar mi camino. Un camino de vuelta a las facturas, a las largas horas en silencio, a todo lo vivido. Y eso no iba a ser romántico.

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