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30 junio 2010

Vidas en Sueño - 69 (Huelga de cabeza)




Igual que sucedió en el cuento de Cortázar, al hombre de nuestro relato le cortaron la cabeza. Se la rebanaron a causa de un delito que había cometido y cuyo castigo era la cárcel, pero como las cárceles estaban llenas y se decidió cortar por lo sano. Sin embargo, al haber huelga general en España, se tuvo que joder y no recibir santo entierro una vez estuvo decapitado; tampoco pudo coger el metro por culpa de los piquetes. Así que tuvo que merodear por aquí y por allá. Pasear por las calles de Madrid sin cabeza era algo complicado. No podía observar, ni oír, ni oler ni saborear; tan siquiera podía guiarse por medio de sus manos. Quería estar bajo tierra, abrazado a su cabeza; un peluche para descansar. Tenía extendidos los cinco dedos de cada mano, como si fuera un trilero barajando naipes. Los brazos extendidos y las manos abiertas: un predicador rebanado bajando el Paseo de la Castellana dirección a la plaza de Colón. Un anciano escupió al cruzar a su vera, y frotándose la calva con sus amarillentas uñas dijo con los dientes cerrados que los jóvenes cada vez hacían más subnormalidades; una mujer vestida de púrpura y sin escote se santiguó varias veces; un cura le echó agua bendita; un niño le pellizcó la pierna; un perro se cagó sobre el negro cuero de sus zapatos. La Castellana estaba desierta, a excepción de pequeños grupos de huelguistas con sus pancartas y altavoces. Pero él, con sus palmas abiertas, solo tanteaba cabezas tostadas por el sol y era zarandeado por piquetes y borrachos. “Seguro que el Gobierno nos quiere meter miedo cortando cabezas a los inocentes ciudadanos de esta gloriosa ciudad. Cercenemos la cabeza a los policías, a los ministros y a los funcionarios del INEM!”, gritaban a coro los manifestantes. Luego, se dirigían a comisarías, clubes de alterne u oficinas de empleo; lo que pillase más cerca.

El hombre sin cabeza siguió su peregrinaje entre las acacias del paseo. No sabía qué hacer ni a quién dirigirse para que le enterrasen. Le hubiera gustado insultar a los sepultureros por haberse puesto en huelga; pero no tenía boca para hacerlo. De vez en cuando, hacía un corte de mangas: solo para desahogarse. Intentó caminar con un rumbo fijo. En Madrid había unos cuantos cementerios; con alguno debería de dar. Y una vez sus palmas acariciasen el arisco y frío granito de alguna cruz, solo en ese momento, sabría con certeza que dio con uno de los camposantos. La idea era ridícula; andar sin cabeza por una ciudad era ridículo; incluso no poder fumarse un cigarrillo, también. Dicho y hecho, puso rumbo fijo a una dirección cualquiera. Se esmeró en que sus pies fueran rectos. Avanzaba con pequeños pasos, muy pegados los pies. Era muy lento; no quería precipitarse. En unas horas recorrió el tramo entre la Castellana y Serrano esquina con la calle Velázquez. Las palmas de sus manos palparon algo sólido: chocó con un escaparate de una tienda de bragas y sujetadores, aunque él creyó que se trataba de otro maldito muro. Harto de tropezarse con paredes, le dio un puñetazo a lo que imaginaba sería mármol; solo para desahogarse.

Se hizo daño; el fuego recorría sus tendones y sus huesos; huesos que no pudo oír chascar. Inconvenientes de estar decapitado. El hombre sin cabeza y sin un entierro por culpa de la huelga decidió salir huyendo de allí. ¡Él solo quería un maldito entierro! Las rodillas, tiesas, no reaccionaron bien a su impulso de correr, y el hombre que no había sido enterrado por culpa de la huelga, se precipitó sobre el asfalto caliente, del mismo modo que una masa de carne mal redondeada lo haría en una plancha.

Aquella caída tuvo consecuencias que ni él mismo se imaginaba. Justo en ese momento pasaba un autobús municipal. Sin tiempo para pisar el pedal del freno, el conductor atropelló con sus ruedas desgastadas y sus miles de kilos un cuerpo decapitado. El corazón reventó, los pulmones reventaron y los huesos al chascar sonaron como una traca de petardos; las tripas se quedaron adheridas a las ruedas. El hombre sin cabeza y sin entierro murió. Pero como había huelga general, y en particular de sepultureros, decidieron entre los agentes de policía, que fueron a dar parte del atestado, y el conductor asustado lanzar su cadáver por el puente que conectaba Serrano con la glorieta de Rubén Darío, y pelillos a la mar, que la ciudad estaba vacía, de huelga general y había que currar lo mínimo.

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