AUMENTA LA LETRA DEL BLOG PULSANDO LAS TECLAS "Ctrl" y "+" (O Ctrl y rueda del raton)

19 enero 2010

Vidas en Sueño - 58 (Lucrecia y el águila)




Cuando apagó el contacto del motor de su coche, Lucrecia fue invadida por el silencio y la majestuosidad afilada de los Picos de Urbión. Ausencia de rutina, de caras anónimas, de andar frenético, de humos, de bocinas, de olor a hamburguesas baratas. Observó el cielo a través del parabrisas; estaba congestionado, con nubes oscuras, inmóviles: piedras sujetadas en vilo por una malla invisible. En el horizonte, quizá sobre los campos de girasoles de Soria, se filtraba el naranja del ocaso entre cirros. Consultó el reloj del salpicadero: las siete de la tarde. Salió del vehículo y cerró la puerta. El golpe sordo del cierre le recordó al sonido de una piedra diminuta lanzada al fondo de un pozo: breve, armónico y con un eco fantasma que se repite, engañando su existencia. Hurgó el bolsillo derecho de su cazadora: palpó varias hojas de papel. Eran un puñado de palabras muertas, una copia de un acta notarial; un intento de carta, atiborrada con formalidades y frases breves. Esos folios doblados, sin una sola falta de ortografía, le decían de forma directa que dejase de amar a Miguel, que Miguel ya no quería compartir su vida, aunque, eso sí, siempre guardaría un grato recuerdo de los buenos momentos que pasaron juntos. Al final, un abrazo, firma, fecha completa y una posdata ridícula.

Lucrecia se abotonó la cazadora y alzó las solapas. En la explanada, que hacía las veces de parking, solamente había dos coches contando el suyo. Dos trozos de metal y caucho enfrentados al verde otoñal de helechos, pinos y alguna que otra haya. Se escuchaba el fluir de algún arroyuelo, con la intensidad del hilo musical de una sala de espera de clínica privada. En una de las esquinas del descampado había una cabaña con sus portones cerrados. El aire se deslizaba entre las rendijas de su cazadora: flotaba juguetón a través de su blusa, entre sus pechos; erosionaba el contorno de su cara, congelaba sus orejas. Un águila sobrevoló la ladera, con sus alas extendidas; planeo de aviador experimentado sobre la sierra. Fantaseó con Miguel, sentado en el escritorio de alguna pensión, su figura recortada por el foco de un flexo: espalda curvada, alas plegadas en los costillares, mirada fija en el papel, garras sobre la superficie de madera, chirrido de trazos hechos con el bolígrafo, pico afilado y plumas adheridas a la piel. El águila desapareció entre las lomas sin aletear.

Ella, sus hojas de papel, su cazadora forrada con piel de borrego, sus botines negros, sus ojos de carbón y el vaho que le salía en cortina por la comisura de los labios se pusieron en marcha, en dirección a la Laguna Negra. Tomó el camino de subida, y al tiempo que recorría los primeros metros intentó darle significado a aquel camino tan artificial, de asfalto, incrustado entre piedras calizas, arbustos, líquenes y piñas podridas. Estaba desgastado, y en algunos tramos la gravilla se había desprendido, dejando visibles pequeños agujeros de barro. A su izquierda, la ladera revelaba una hilera de troncos torcidos y musgo desperdigado entre peñascos; a su diestra, la pendiente descendía hasta una cama de hojas pardas desperdigadas por el suelo y el arroyo, que saltaba entre cantos rodados y ramas que se interponían en su cauce. Enfrente, juego de grises ―cielo y tierra― en continua subida. Los metros iban pasando, y el paisaje no cambiaba; tampoco aburría. Una pequeña ráfaga de aire frío se cruzó en su ruta. Lucrecia se detuvo. Se apoderó de ella un aroma a tierra mojada, que le llevó a recordar cada una de las palabras que Miguel le escribió en la carta. Trató de encadenar los porqués lógicos con las consecuencias fantásticas. Ella amaba a Miguel: se acostó con Miguel, desayunó con Miguel, compró en el supermercado los cereales y la cerveza que le gustaba a Miguel, trabajó en la oficina con la vista clavada en la foto que se hicieron en el Cabo de Gata hacía cuatro años, fregó los platos sobre los que comía Miguel, abrió los sobres de las facturas del piso que compartía con Miguel. Y ahora Miguel remontaba el vuelo y planeaba lejos de su madriguera, con sus garras tensas y los ojos clavados en cualquier otro punto de las montañas; cualquier otro punto menos en el que ella estaba, allí, con los ojos enrojecidos, dejando pasar al viento. Cuando la corriente se calmó, Lucrecia retomó la senda con sus pies de carnaza para lobos. Extrajo un cigarrillo de la pechera del abrigo y lo encendió; el vapor y el humo se fusionaron en una columna blanquecina y densa.

Al cabo de diez minutos de paseo, tras pasar un recodo, vio a unos cien metros un par de figuras, muy juntas. Una, llevaba un bastón; la otra estaba inclinada sobre el hombro libre de la primera. Su andar estaba sincronizado. Miguel siempre trataba de imitar su caminar y ofrecía el hombro; canturreaba, o simplemente murmuraba. Ella nunca le preguntó qué era lo que decía. Disfrutaba envolviéndose con el timbre grave y rasgado de su voz; le resultaba melódico. Apuró el pitillo con una calada larga, se detuvo, y aplastó la brasa sobre la suela de su botín; guardó la colilla arrugada en el mismo lado que las hojas de papel. No había que ensuciar con basura aquel lugar. Reanudó la marcha, y al alcanzar a la pareja, el hombre, a través de sus arrugas, saludó a Lucrecia.

―Buenas tardes.
―Buenas tardes ―respondió ausente Lucrecia.
―Qué lástima que el tiempo no acompañe, ¿verdad?
―No importa.

El anciano se rascó la cabeza.

―¿No importa? Se nota que es la primera vez que viene usted, señorita ―replicó el anciano―. Mi mujer y yo llevamos viniendo a la Laguna Negra desde que nos conocimos, hace más de cincuenta años.

La señora asintió con una sonrisa alargada. Lucrecia le devolvió el gesto por compromiso.

―Debería usted venir en mayo, no ahora, en pleno octubre. En primavera esto está lleno de luz, de pájaros, y el verde de los árboles no está tan apagado como ahora. También ―prosiguió ―, en invierno, con todo nevado, la laguna es impresionante.

Apuntó con su bastón un punto indefinido e hizo un recorrido con el brazo. La señora seguía sonriendo, mirando hacia el frente.

―Tomo nota de su consejo. Muchas gracias.
―Si viene usted cuando le digo, ya verá cómo me da la razón.

Se despidieron con un movimiento de cabezas. Lucrecia retomó el ritmo inicial, y en unos segundos abrió una brecha entre los ancianos y ella. Se los imaginó con su misma edad, pletóricos, llenos de proyectos, con ropas de tela y la carne caliente compartida a través de sus manos entrelazadas. Quiso asociarlo con Miguel, pero sólo visualizaba el piso con partículas de polvo flotando por el pasillo, su parte del armario vacío, y aquel sobre apoyado sobre el jarrón de la mesa del comedor. Miguel dijo adiós, como un águila: sin girar el cuello, graznando lo mínimo para anunciar que no regresaría; sin arrebujarla entre sus plumajes una última vez, ¡una maldita última vez! Con el dorso de su mano acarició las ramas de helechos que asomaban por un lado de la travesía: humedad.

Estaba oscureciendo. Lucrecia alzó la mirada de nuevo al cielo; el gris dejaba paso al azulón. Y entre la oscuridad contempló la figura del águila con sus alas extendidas, en un punto más elevado que en la última visión. El águila no desafiaba a los nubarrones; los evadía, ascendiendo entre corrientes invisibles de aire cálido, sin que nadie se diera cuenta. Y sobre la copa de algún pino, un nido abandonado. Miguel también rehusó del temporal. El camino de gravilla terminó en otra explanada; para continuar hacia la Laguna Negra, un cartel apuntaba con una flecha mal dibujada un camino hecho con láminas de pizarra, que se abría camino entre riscos y pinos. A lo lejos se escuchó un trueno.

Aquel sendero era mucho más corto e irregular que la carretera de subida desde el parking. En un par de minutos el pasillo de pinos, y los montículos de tierra y piedra dejaron paso a la laguna. Se sentía como una exploradora que acabase de descubrir un trozo de tierra remoto. Justo enfrente, una pared de rocas redondeadas por el viento y el agua, protegía la masa de agua. A la izquierda brotaba desde lo alto una pequeña cascada. Observó una cabra de lomo blanco, la cual trepaba alrededor de la cima. Por la orilla, diseminadas como metralla, rocas de diversos tamaños; desprendimientos de lo antiguo. Lucrecia se mantuvo inmóvil unos instantes. Inspiró, llenándose los pulmones con el aire gélido y dulzón. Abrió los brazos en cruz, y echó hacia atrás la cabeza. Aquél era su momento glacial. Un par de gotas cayeron sobre su frente; abrió los ojos y vio una centella con forma de raíz cruzando el cielo opaco.

Comenzó a llover. Las gotas eran grandes, y calaron su cazadora en pocos minutos. A Lucrecia le daba igual empaparse. Cruzó la pasarela y se acercó a la laguna. La lluvia pellizcaba la superficie negruzca, incapaz de traspasarla. La Laguna Negra era la sombra de aquellas rocas, de los pinos y hayas periféricos, de la propia Lucrecia. Era la Reina, y hasta la cabra se humillaba a su paso. Lucrecia quería ser su propia Reina, renunciar a las águilas, plantar cara a los relámpagos, ignorar las rocas de su orilla; sobrevivir a las épocas glaciales, exhibiendo con orgullo las heridas del tiempo. Arreció la lluvia. Extrajo de su bolsillo los folios, y releyó la carta, con el agua desfilando entre las líneas de tinta, difuminándolas; se templaban los recuerdos, y los plumajes del águila estaban desprendiéndose de la carne. Repasó con la yema de los dedos las curvas de la firma de Miguel, y la tinta se extendió por el papel. Miguel dijo adiós. Y Lucrecia saludaba a su reflejo picado por la lluvia.

¡Se acabó! Arrugó, una a una, las cuartillas, y las lanzó sobre la laguna; los goterones se encargaron de hundirlas. Se despidió con palabras sordas y unos golpecitos en la barandilla de todo aquello y tomó el camino de vuelta. Se escuchó un trueno como si saliese de las mismas entrañas del líquido trémulo.

1 comentario:

Las seis y media dijo...

Lucrecia no acaba nunca... gracias