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31 diciembre 2009

Vidas en Sueño - 57 (Todo un parto)



Era una calurosa mañana de junio en Marbella. La humedad se adhería a la piel como un parásito, dejándola pegajosa. El sol era despiadado: golpeaba directo asfalto, cráneos y cristales, dejando un rastro de vapor que difuminaba el horizonte en ambos sentidos de la carretera nacional, que dividía la playa de la hilera de edificios. Enfrente, el mar brillaba y dejaba una misma melodía en forma de bucle; sonaba a eco de catedral y dejaba en el ambiente un olor intenso a madera abrasada, a salitre y a pescado frito. Lorena se retiró del marco del ventanal y posó las manos en su vientre hinchado. Sentía una presión, con un ligero dolor, que poco a poco se iba incrementando. Ya llegaba. Se emocionó, pero decidió mantener la calma hasta donde la cordura le dejase; había visto a otras madres en su misma situación actuar poseídas por una histeria extrema, contagiando a parientes y ajenos con el mismo virus. Ese miedo a perder ella también el control de la situación la había prevenido. Inspiró y se llenó de aire caliente sus pulmones. Con paso tranquilo fue hasta el dormitorio, sacó del armario una bolsa de viaje de cuero, y metió en ella un par de bragas limpias, un camisón doblado, cepillo de dientes, hilo dental y pasta dentífrica, colonia, jabón, una toalla que olía aún a suavizante, unas tijeritas plateadas para las uñas de las manos, su par de pantuflas y el reloj de la mesilla de noche. Cerró la bolsa, y con el mismo ritmo pausado llegó hasta el salón, tomó asiento en el sofá, abrazó el petate y sonrió como si acabase de hacer una travesura a su marido y a su hermana Carolina, que en ese momento estaban hojeando una revista de muebles y accesorios para habitaciones de recién nacido. Dejaron la revista de lado, y observaron con el cuello rígido a Lorena, sin hablar, con el sudor bajando en afluente por frentes y brazos. Una bocanada de aire cálido asaltó la habitación.

—Chicos —tamborileó el vientre con los dedos—, ya viene.
—¿Ya viene? ¿Ya viene quién? —Julio apuntó con el bolígrafo la panza, tieso como el tronco de una palmera— ¿Ya vas a…a…parir?
—Sí.
—¡Joder, joder, joder! —Carolina se levantó del sillón de un brinco y empezó a dar vueltas sobre sí misma, a cerrar la manos en puño y abrirlas hasta tener las palmas amarillentas— Nos tenemos que ir, ¡rápido! ¡No hay tiempo que perder!
—¡Hostias, yo me tengo que afeitar!
—Tranquilizaos, que sólo es un parto. No hace falta perder los papeles ni afeitarse.

Lorena sonreía con la boca abierta. Le dolía todo el cuerpo, pero desde sus entrañas ella sentía una explosión de euforia y de dulce embriaguez que le hacia olvidarse de lo demás. Julio y Carolina revoloteaban de un lado para el otro, cacareaban, se chocaban mutuamente con las alas en tensión, resbalándose, golpeándose con marcos de puertas y esquinas de paredes; se escuchaban sus cabalgadas por el pasillo, el zumbido grave de algo o alguien golpeando la pared, abrir y cerrar de puertas, armarios y arcones, blasfemias, el respirar frenético. Lorena giró el cuello y escrutó el horizonte a través de la ventana: el mar de cobalto estaba en calma.

—¡Vamos, vamos! ¡No hay tiempo que perder! —aulló Carolina— Julio, ¡rápido! ¡Ve poniendo en marcha la furgoneta! ¡Lorena, vamos mi amor! Te ayudo a levantarte. Tú tranquila, ¿vale?
—Lo estoy hermana, pero si seguís a este nivel me vais a poner a mí también de los nervios.
—¡No, no te pongas de los nervios! Tú acuérdate de lo que te dijo el ginecólogo: Inspira, expira, inspira, expira, inspira, expira,… —volteó el cuello, dejando a la vista la carótida, demasiado inflada— ¡Julio, espabila, que tu mujer tiene que ir al hospital a dar a luz a tu hijo!

Ruido de pasos apresurados desde el pasillo y un portazo que hizo estremecer los cristales del ventanal.

—Este hombre, Dios Bendito, menos mal que estoy aquí, que si no tendrías al bebé en las escaleras del bloque, o vete a saber en qué sitio peor —suspiró Carolina.

Cuando Carolina y Lorena salieron del portal del edificio frente a ellos una furgoneta roja y humeante rugía como un toro en celo. El motor barruntaba. Algunos vecinos estaban asomados a sus ventanas alimentando la curiosidad, y algún que otro viandante se paraba a observar la escena; pronto hicieron corro alrededor. ¿Qué estarán mirando toda esa gentuza? Carolina se enjugó el sudor que resbalaba por las patillas de sus gafas. Subieron al coche las dos mujeres, y al cierre de las puertas un tremendo rechinar de ruedas, una humareda blanca, y el olor de la goma pegada quedó en el lugar. Una vecina agitó su mano derecha como si fuese una bandera vieja.

***

—Con precaución, Julio, que lo importante es llegar —dijo Lorena.
—¡Sí, Julio, que nos vas a matar!
—¡Hago lo que puedo joder! ¡No me pongáis de los nervios!
—¡Cuidado! —Carolina sacudió el asiento de su cuñado.

Julio estuvo apunto de empotrarse contra el coche que le precedía. Carolina sacó la cabeza por la ventanilla e insultó al conductor con el puño en alto meneándolo, al tiempo que lo adelantaban. Lorena nunca había escuchado tanta injuria seguida en tan poco tiempo. Contempló a su hermana, puro temperamento, con sus ojos marrones apunto de salirse de sus órbitas, aplastándose los labios, mordiéndolos y humedeciéndoles una y otra vez. Todos chorreaban el mismo líquido viscoso y salado. Bajaron las ventanillas y el aire ensordeció lamentos, insultos, radios, pensamientos y el motor del infierno de aquella destartalada furgoneta.

—¿Cuánto queda Julio? ¡Acelera coño! —arengó Carolina a su cuñado, zarandeando el reposa cabezas de su asiento— Tranquila cariño, inspira, expira, inspira, expira, inspira, expira; tú inspira y expira.
—¡Hago lo que puedo Carolina! ¡No me pongas más nervioso!

Lorena había cerrado los ojos, los oídos y la boca. Quería abandonar aquel escenario y concentrarse en su pequeño bulto, que daba golpes bruscos con sus piernecitas; todo apuntaba a que había heredado parte del genio de su tía. Durante su embarazo, la pequeña criatura desarrolló un amplio repertorio de patadas, puñetazos y cabezazos, llegando a hacer movimientos combinados de karateka experimentado. Tenía energía, y sólo la música clásica que sonaba por la radio cuando ella andaba por la cocina parecía calmarle.

El hospital más cercano estaba en Málaga, a unos cuarenta kilómetros de donde estaban ellos. Entre ambos puntos, una carretera de un carril por sentido, serpenteada y pegada al litoral. Cada curva que tomaba el vehículo derrapaba y hacía bambolearse a sus pasajeros. La furgoneta se inclinaba con bastante ángulo en las curvas; el guardabarros afeitaba la gravilla.

—¡Que nos vamos a matar Julio! ¿Te crees que estamos en un rally o qué?
—¡Ya sé que no estamos en un rally, joder, pero lo hago lo mejor que puedo!

En el asiento de atrás, Carolina se dedicaba a insultar con los colmillos visibles a aquellos conductores sobrepasados que no habían facilitado las maniobras suicidas de su cuñado, a agitar un gran pañuelo verde (no encontraron uno blanco) con su brazo izquierdo fuera de la ventanilla, y a atenazar de forma codiciosa la mano de su hermana, que hacía ejercicios de respiración con los ojos cerrados y la cabeza echada ligeramente para atrás. Julio cambiaba de marcha, aceleraba, tocaba el claxon, daba ráfagas de luz a los que tenía delante, aceleraba, daba un frenazo, embragaba, tocaba el claxon, maldecía, aceleraba, daba ráfagas de luz, aceleraba, embragaba, metía marcha, tocaba el claxon, aceleraba.

Al poco de pasar un cartel donde se anunciaba que Málaga distaba aún veinte kilómetros, y en una zona de curvas peligrosas, donde Carolina tuvo que soltar el pañuelo y meter su brazo dentro del vehículo porque si no una señal de tráfico se lo hubiera arrancado de cuajo, un golpe violento y un ruido seco alertaron a todos. Lorena abrió los ojos como si hubiese salido de una sesión de hipnosis. Julio daba puñetazos al volante ¡Mierda! ¡Mierda! Deceleró y ocupó el arcén. Detuvo el coche y se bajó a inspeccionar la zona trasera. El motor gargajeó unos instantes. Carolina asomó el pescuezo a través de la ventanilla con el rostro enrojecido.

—¿Se puede pasar que ocurre ahora? ¡Tenemos que llegar Julio! ¡No hay tiempo para que te embeleses con la rueda!
—Carolina, hemos pinchado —gimió.
—¿Pinchado? ¿Cómo qué pinchado? ¡No podemos pinchar! ¿Qué quieres, que tu mujer dé a luz en mitad de este… de este desierto lleno de gaviotas y coches?
—¡No soy un mago coño! —negó con la cabeza— Tardaré un poco en sustituir la rueda.
—¿Cómo qué un poco? ¿Crees que nos sobra el tiempo? Tu mujer aquí con contracciones y tú relajado cambiando una maldita rueda. ¡Ya tendría que estar cambiada, joder! Estos hombres, de verdad, no valéis ni para llevar a vuestras esposas a parir a un sitio decente.
—¿Y si paramos un taxi y nos adelantamos nosotras? —sugirió Lorena.
—¡Qué buena idea nena! —apretó su mano— Menos mal que tú piensas algo, no como tu marido, que por chapuzas y fitipaldi nos tiene aquí tiradas en mitad del mar. Apeémonos de este ataúd.
—Esperaos un momento, ¡joder!, que termino en un periquete
—¡No esperamos! El niño no puede esperar a que su padre cambie una rueda de un coche.

Julio resopló y empezó a murmurar mientras daba vueltas a las tuercas de la rueda con la llave inglesa. Las mujeres se bajaron de la furgoneta, y Carolina empezó a agitar ambas manos como una epiléptica. Lorena tenía que sujetar a su hermana, que en más de un momento estuvo apunto de lanzarse contra un par de taxis que no pararon. ¡Idiotas! ¡Más que idiotas! ¿No veis que esta mujer va a dar a luz ya?

Al final paró un taxi. Era un coche blanco con una franja morada en cada una de las puertas. El conductor llevaba un bigote que le tapaba la boca y tenía el cuello encogido. Carolina agarró la mano de su hermana y tiró de ella. Se dirigió al taxi a zancadas, casi arrastrando a Lorena ¡Nos vamos! ¡Ahí te quedas con tu trasto! ¡No tardes que te vas a perder el nacimiento de tu hijo! Entraron en el vehículo y éste reemprendió la marcha. Al mismo tiempo que el polvo levantado por los neumáticos del taxi ascendía Julio terminó de apretar la última tuerca de la llanta de la rueda de repuesto. No se había fijado en la matrícula del taxi, pero recordaba el color y el modelo del coche. Subió a la furgoneta y aceleró a fondo embragando la primera velocidad. Sonido de frenazos y toque de claxon confundidos con otra nube más de polvo. Sobre el arcén, una rueda pinchada y una llave inglesa de medio kilo de peso bajo el vuelo de gaviotas.

El taxista fue puesto al día de todo lo sucedido, aunque él no solicitó la información. Carolina hablaba de modo atropellado, escupía pequeños cogollos de saliva que se estrellaban en el respaldo del asiento; acompañaba el relato con gestos, como si tratase con un subnormal o un sordomudo. En todo momento se dejó claro que aquel viaje era a vida o muerte. El taxista se dedicó a asentir y a agarrar el volante con las dos manos. Llevaba un buen ritmo, sin llegar a correr lo mismo que Julio con su trasto; tomaba las curvas con prudencia, señalizaba en todo momento los adelantamientos y respetaba los límites de velocidad que marcaban las señales. Sin embargo no dejaba de tocar el claxon y dar ráfagas de luz. Carolina no dejaba de incitarle. ¡Vamos! ¡Más rápido hombre, que esta mujer va a dar a luz! ¡Avise usted a esos mamarrachos de delante! Dé usted las largas, o toque la bocina, ¡pero haga algo, coño! El taxista movía la cabeza de arriba a abajo como un pelele. Lorena regresó a su ejercicio de respiración y cerró los ojos. Se llevó las manos a su barriga y la acarició. El dolor se hizo más intenso, notaba la presión martillear sus tripas con más intensidad.

Tras ellos, Julio aplastaba la cucaracha del pedal del acelerador. Pasaban los kilómetros y no daba con el maldito taxi ¿Dónde se habrán metido éstas dos? Succionaba el humo del cigarrillo hasta hundir los carrillos. La furgoneta se inclinaba, formando ángulos imposibles, en cada una de las curvas. Escuchó un sonido agudo parecido al de las sirenas de una ambulancia. Echó un vistazo hacia atrás a través del retrovisor. ¡Cojonudo, ahora encima la Guardia Civil! Un coche patrulla parpadeante estaba a escasos metros de la furgoneta de Julio; podía ver con claridad el gesto serio de las dos figuras que iban en el auto. Intentó apretar más el acelerador, pero éste ya había llegado a su tope. Perseguido y perseguidor adelantaban cambiando de carril con latigazos de volante. Julio no dejaba de acelerar, de embragar, de tocar el claxon, de maldecir; de fondo el mismo sonido de sirena y dos pares de ojos pegados en su retrovisor. El copiloto hablaba constantemente a través de una especie de micrófono. ¡Le iban a detener! ¡Cojonudo! Un padre encarcelado es lo que tendría su hijo como referencia en la vida. ¿Y dónde pelotas estará el taxi ése? Y todo por no hacerles caso.

Carolina gritaba consignas en pro del caos al conductor cuando por su lado de la ventanillo observó una mancha roja y humeante adelantarles, seguida de otra verdiblanca con las sirenas destellando sobre el techo. Los siguió con la mirada, con la boca abierta y el brazo en vilo, sin decir tan siquiera una palabra. Cuando se pusieron delante empezó a chillar.

—¡Julio! ¡Mira, tu marido! —agitó a Lorena y a su cóctel reflexivo— ¿A dónde va ese hombre, por Dios Bendito? ¡Acelere hombre, acelere, que ahí va el marido de esta señora! ¡Toque el claxon! ¡Déle las largas! ¡Haga algo coño!

Durante diez kilómetros interminables, un convoy formado por una furgoneta destartalada, un coche patrulla de la Guardia Civil y un taxi blanco, con una señora histérica braceando a través de la ventanilla, iban a gran velocidad, derrapando entre las curvas de la costa malagueña, adelantando sin cordura, envueltos en un mismo frenesí de luces y berridos, en una mañana calurosa y pegajosa, con gaviotas planeadoras que no paraban de arrojar su mierda a las rocas.

¿Aquél es el taxi? Se frotó los ojos anegados en sudor y abrió los párpados hasta dolerles. ¡Sí, es el taxi! Julio vio un coche blanco y en su techo la palabra “taxi” luminosa; era el mismo modelo de coche que memorizó. Empezó a dar las largas con más frecuencia, a tocar el claxon; pegó el morro de la furgoneta al maletero del coche predecesor. Éste aumentó el ritmo. ¡Maldita sea! ¿Dónde narices va el tipo éste? Julio aprovechó una curva para sobrepasarlo; blocó el freno, lo suficiente para tomar una trayectoria más abierta, se emparejó con el taxi y volvió a estrujar el acelerador. Una vez pasado, tiró con todas sus fuerzas del freno de mano. La furgoneta se deslizó varios metros por la carretera, del mismo modo que un pedazo de mantequilla sobre la superficie de una sartén caliente. El taxi frenó, el coche patrulla frenó, el otro taxi, donde Carolina estaba apunto del infarto, frenó. Tras ellos, una consecución de frenadas y algún sonido de cristales rotos.

Carolina se bajó del taxi y vomitó, los agentes bajaron de su coche, el taxi predecesor bajó de su coche. Cuando Julio hizo lo propio, vio cuatro rostros serios y, unos con los puños cerrados, otros enarbolando porras negras, dirigiéndose hacia él. El taxista bigotudo no bajó del coche, ayudaba a Lorena a respirar mientras le sostenía una mano. Lorena seguía concentrada, con sus párpados tensos y respirando, cada vez a mayor ritmo. El dolor se intensificaba. Notaba al pequeño perforar sus intestinos, como si estuviese haciendo su primera gamberrada.

—¡Alto, no se mueva!
—¡Hijo de puta, casi me estrello por tu culpa!
—¡Pero Julio por Dios! ¿Qué coño haces? ¿Nos quieres matar a todos?
—Apártense ustedes dos, y dejen a la autoridad que se encargue de esto, por favor.
—¿Qué autoridad y qué leche santa, agente? ¡Que su mujer va a dar a luz y ustedes aquí tan panchos! ¡Hombres, todos iguales!
—¿Qué dice usted señora?
—¡Pues digo que no podemos perder tiempo aquí con pamplinas! ¡El es el marido de mi hermana, que está en ese taxi de mala muerte apunto de dar a luz! ¡Tengan compasión, por Dios Bendito!

Pasaron unos segundos sin que nadie hablase. Los agentes se miraron y se ajustaron las gorras.

—Está bien, está bien señora. Pero a este señor le tenemos que multar. No puede conducir así como lo ha hecho. Podría haber provocado una tragedia.
—¡Pues múltenle en el hospital! ¡Pero lo primero es lo primero! Cuando lleguemos hagan ustedes lo que tengan que hacer; por mí como si lo meten en la cárcel.
—¿Y yo qué? ¿Quién me compensa a mí? —dijo el taxista afectado por la maniobra de Julio.
—¡Tome, joder, cinco mil pesetas y va que chuta! ¡Siempre pensando en las malditas compensaciones!

El taxista tomó el billete y se dirigió a su coche sin rechistar.

— Señora, dígale al conductor que les lleva que nos siga, por favor. Y en cuanto a usted —se dirigió a Julio—, luego hablaremos. También síganos.

Julio había enmudecido, estaba paralizado. Notaba la adrenalina escalar por su garganta, abrirse paso por sus oídos. Los agentes pusieron su coche en marcha y encendieron las luces. Carolina agitó a su cuñado y cuando éste recobró el sentido se dirigió al taxi. ¡Siga a los guardias civiles! ¡Rápido caballero!

—Carolina, cuando nazca el pequeño, habrá que contarle esta historia.
—¡Jesús, hermana, qué tonterías dices! ¿Quieres causarle un trauma a tu hijo, o que odie a su padre de por vida? —besó la mano de Lorena— Aguanta, que ya queda poquito, muy poquito. Tú inspira y expira, inspira y expira. Y usted —ladeó la cabeza hacia la posición del conductor—, concéntrese y siga a los guardias, que ya sólo nos faltaría perdernos.

Crepitar de bujías, de aleteo de gaviota y de goma rasgándose sobre la calzada.

***

Al cabo de veinte minutos los tres vehículos llegaron a la entrada de urgencias del Hospital Materno de Málaga. El sol percutía sin piedad las cabezas, zumbaba la abeja del desconcierto. Un par de enfermeros fumaban refugiándose en una porción de sombra; observaron las piernas hinchadas de Lorena salir del taxi y su brazo derecho protegiendo el vientre redondo. Uno de ellos apagó su cigarro y entró al edificio. Al cabo de un minuto o dos aparecía empujando una silla de ruedas. No hubo gritos, ni insultos, ni toques de bocinas; tan sólo el dialecto ignoto de la ciudad. Sentaron a Lorena en la silla y entraron en el edificio trotando. Mientras tanto, Carolina pagó al taxista el triple de dinero de lo que tenía que haber cobrado -por las molestias-, y los agentes amonestaron verbalmente a Julio, imponiéndole además una multa de veinte mil pesetas por conducción temeraria. Les dieron la enhorabuena por adelantado: el taxista dio un beso a Carolina, los guardias civiles mascullaron unas palabras cargadas de trivialidades, y se mantuvieron petrificados, con sus gorras apretando las sienes. Parecían un grupo de trovadores nostálgicos. Una ambulancia llegó hasta su posición y cada cuál tomó su rumbo.

Julio y Carolina aguardaron en la sala de espera durante muchas horas. Sus paredes eran de azulejos verdes, y el suelo de mármol. En el ambiente atmósfera de lejía y pasos perdidos. Un par de hileras de sillas de plástico, una máquina de café, varias papeleras, dos plantas con el tallo torcido y las hojas arrugadas, y un radiador ennegrecido acompañaron a la pareja. No había nadie más, ni tan siquiera un enfermero o un médico apresurado. Estaban muy quietos, y muy juntos. Hablaban a susurros, con frases breves y rotundas, quizá queriendo conservar la profundidad del momento. Hablaron del tiempo, del pasado y del futuro; del viaje no se comentó nada, no hacía falta. Entre los dos se fumaron unas tres cajetillas de tabaco; encendían un cigarrillo, daban unas caladas rápidas y lo estrellaban contra el cenicero. No había ventanas, tan sólo un ventilador en una de las esquinas de la sala ¿Es normal que tarden tanto en sacar al nene? Sobre la papelera sobresalían un puñado de vasos de plástico vacíos y un par de latas de coca-cola. En el cenicero un bosque de colillas torcidas. El ventilador apenas conseguía contener su sudor.

A las tres de la tarde el doctor abrió las puertas giratorias de la sala; tras él se intuía un enjambre de piernas aceleradas y tintineo de botellas de cristal. El oxígeno se desperezó. Llevaba puesto un gorro de tela y batas verdes, y la mascarilla blanca ajustada en la boca. Andaba con pasos cortos y muy seguidos. Retiró la mascarilla y en su rostro se dibujó una sonrisa

—¡Enhorabuena a ambos! El parto ha sido un éxito, y tanto la madre como el bebé se encuentran en perfecto estado.

Julio y Carolina saltaron de sus sillas, se abrazaron y brincaron, dando vueltas sobre sí mismos. Se dieron muchos besos, achucharon al médico; también le besaron. En otro lugar los hubieran tachado de borrachos, o de bohemios quizá.

—¡Gracias al cielo! ¡Gracias doctor! Gracias, gracias, gracias —replicó Carolina con las manos unidas por las palmas y sus ojos circundados por decenas de pequeñas raíces rojas y azulonas— Sabía que todo saldría fenomenal.
—Sí,… esto… gracias doctor —tartamudeó Julio, con el labio inferior temblando como si fuese de gelatina.

Cuando el médico consiguió zafarse de la euforia colectiva, Julio y Carolina se abrazaron de nuevo, esta vez fundidos en lágrimas de emoción. Estaba siendo un día realmente caluroso.

1 comentario:

Anónimo dijo...

hi, new to the site, thanks.