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31 octubre 2012

30 octubre 2012

28 octubre 2012

Parpadeos - 89 (Los retrasos de la Parca)




“¡A la cola, como todo el mundo!”, le había gritado la enfermera de recepción. La Parca se sentó en un banco frío de la sala de urgencias, un poco confundida por todo aquello. ¿Desde cuándo tenía que esperar ella? Además, solo quería saber la habitación de un paciente terminal.

Dejó la guadaña apoyada sobre la pared, y de entre las mangas de su túnica negra asomaron sus manos de hueso. Se las frotaba de forma impulsiva; también, de vez en cuando, echaba un ojo a su reloj de arena que marcaba las horas de todos los tiempos.

Parpadeos - 88 (Flores de hospital)





“Los martes no puedo venir —me dijo—, tengo psicoterapia”. Tampoco podía los miércoles porque iba a unos cursos de cocina japonesa; los jueves, taller de teatro con las compañeras de oficina; el viernes yoga y el lunes más de lo mismo. Quedaban los sábados y los domingos, pero Tania los fines de semana se enclaustraba en su piso y se hundía en el sofá, ora para tragarse varias películas románticas ora para leerse una de aquellas novelas que tenían más valor como contrapeso en una grúa.

Así, pasaron los días sin que pudiera venir al hospital. Tan solo me acompañaba en la habitación un jarro con flores, que cuidadosamente colocaba cada tres o cuatro días la enfermera del pasillo en mi mesilla. Gracias al aroma de las rosas, de los claveles, de los gladiolos y de las margaritas se enmascaraba el fuerte olor a lejía y a orín. Era la única persona que venía a verme, a contemplar a un hombre de cincuenta años incapaz de mover siquiera un dedo de la mano. Traía flores por lástima, lo tenía claro, pero el simple hecho que pasara unos minutos a mi lado compensaba el resto del día.

Semanas que fueron meses y años. Tania no daba señales de vida, pero no me importaba porque había una mujer que me ponía flores en mi mesilla todos los días. Sus dedos regordetes, aquellas mejillas hinchadas y los ojos pequeños. Nunca supe su nombre, pero quizá el haberlo sabido habría dotado de realidad todo aquello; yo solo quería vivir en un sueño y despertar de un brinco.

Cumplía cinco años en el hospital cuando apareció Tania. Había cambiado mucho, tanto que hasta estaba embarazada; el padre, el psicoterapeuta de los martes. Recuerdo que cuando me dio la noticia entraba mi enfermera y, con gran disimulo, me dejó un jarrón repleto de rosas rojas y margaritas. Tania se pensó que la sonreía a ella.

Perlas (LXXX)




"Tratar a los demás como uno quisiera ser tratado es el medio más seguro de agradar que yo conozco."

(Conde de Chesterfield)

24 octubre 2012

Parpadeos - 87 (Expectativas de futuro)




De la rutina insípida de su oficina, pocas expectativas de futuro se dibujaban. Sin embargo, aquella mañana de miércoles algo olía a chamusquina; más concretamente, a papel quemado. Marcos observó el enjambre de cabecitas que asomaban por encima de los departamentos y que empezaban a mirarle fijamente, incluso con alguna que otra boca abierta; sabía que aquel futuro monótono iba a cambiar en cuanto su jefe viese de dónde procedía el humo. ¿Los informes urgentes para antes de las dos y que estaban ardiendo en la papelera? Bueno, aquello no formaba parte de sus expectativas.

14 octubre 2012

Parpadeos - 86 (Entre amigos)





De corazón y científicamente y todo lo que tú quieras, Tomás, pero si te tiras por esa ventana no vas a recuperar el amor de tu mujer. Sí, soy tu mejor amigo; por eso estoy diciéndote que no te tires, que lo único que vas a conseguir es empeorarlo todo. No es la solución.

Aunque, visto por otro lado, si te tiras lo mismo se acelera el maldito proceso de divorcio.

Parpadeos - 85 (¿Bailas, peonza?)





"Baila, baila, peonza", susurra el niño en el patio interior de un bloque de pisos. Alza su cabeza y sus ojos grandes enfocan la ventana del salón de su casa, en un quinto: hay dos sombras que se mueven de un lado hacia el otro de un modo agitado, como casi todas las tardes. A través de la ventana se escuchan las voces de sus padres: siempre están enfadados. "¿Bailas, peonza?", dice el niño regresando a su juego. Con los dedos un poco entumecidos por el frío vuelve a enrollar el cordel alrededor de la peonza y la tira al suelo. "¡He dicho que bailes, peonza!", grita el niño y de su boca sale el vaho. Nota su nariz helada. La peonza no baila y el niño la lanza hacia la ventana de su piso, donde se siguen escuchando los gritos de sus padres.

10 octubre 2012

Parpadeos - 84 (Demora)





Bernard se levantó de la cama despacio. Echó un vistazo a su mujer, que dormía boca abajo con una pierna fuera de las sábanas, y luego miró el despertador: demasiado tarde.

El tráfico de aquella mañana había sido más intenso de lo normal. Obviamente, llegó con mucho retraso y el jefe le volvió a recordar lo importante que era llegar a tiempo.

Por la noche, su mujer le esperaba en la cocina; estaba cenando, y al plato intacto de su marido. Bernard hizo el intento de abrazarla para pedir disculpas por la tardanza, pero su mujer se zafó del abrazo y le miró a los ojos. Estaba llorando y le tembló la voz mientras le decía que la relación se terminaba. Bernard intentó hacerla cambiar de opinión, pero estaba más atento a las manecillas del reloj: se había pasado su hora de acostarse.

06 octubre 2012

Vidas en Sueño - 94 (El hombre de ceniza)



El viaje en coche por el campo terminó con mi paciencia y con los amortiguadores del Nissan Primera, pero conseguí llegar hasta la cabaña: perdida en la Serranía de Ronda, envuelta en un fuerte olor a romero y un eterno coro de cigarras que competían con el motor de mi coche para ver quién era más ruidoso. Abajo quedaba Jubrique con sus casas encaladas y rodeado de pinos y castaños, y en frente se divisaba el mar, como un intruso colándose en la fiesta de aquellas montañas. Un paraje por el cual el hombre había paseado desde hacía siglos rumbo al mar, y que me hacía sentir como una especie de Indiana Jones versión dominguero. Incluso diría aquello de “marco incomparable”, pero no tenía a mano ningún crítico de arte que me aplaudiera por ello. Todo sea dicho de paso, hacía un calor espantoso.

Aparqué el coche junto a un Land Cruiser rojo de los noventa, cuya matrícula no se veía debido al barro; tampoco me hizo falta comprobar el número. La cabaña en sí tenía menos misterio que la nevera de un soltero y solo me llamó la atención que el cobertizo de la leña estuviera hecho de ladrillo. La puerta estaba entornada. Entré y vi al fondo de la sala una figura que se rebullía en el sofá, pero que para mi asombro mantuvo serena la voz, como si estuviera esperando mi llegada desde hacía un rato.

―¿Le ha mandado mi mujer?
―No, señor Rivera. Su mujer se limitó a organizarle un funeral y, por lo visto, el catering salió más caro que el banquete de la boda del Príncipe ―respondí al tiempo que cerraba la puerta y me acercaba al hombre―. Me manda la compañía de seguros que usted contrató.
―Y que ahora quiere averiguar si realmente he muerto.

Se rio con tranquilidad y dio un trago a su botellín de cerveza. Me invitó a sentarme frente a él y pude contemplar mejor su rostro, de tono aceitunado y con rasgos muy marcados; su mirada me recordó a la de Clint Eastwood en tantas y tantas películas del Oeste. El interior era muy austero: tan solo un par de sofás, una mesa baja, la cama desecha, la tele con la que se vio el Mundial del ochenta y dos, la nevera al fondo y algo parecido a una cocina americana; también había una chimenea entre los sofás, y me imaginé una tarde lluviosa de noviembre con los leños ardiendo, escuchando alguna pieza melancólica de Debussy. Solo de pensarlo me corrió una gota de sudor por la frente.

―El incendio fue provocado y creí hacerlo tan bien que pensé que jamás sospecharían. ―Aquel hombre me caía a simple vista bien: su forma de ser, la nueva forma de vida que intentaba llevar, el mero hecho de vivir en una cabaña apartada del mundo―. ¿Es que no llegó el chalet a arder del todo?
―Ardió todo: por eso puede estar tranquilo. Se quemaron hasta los cosméticos de su mujer.
―Pero algo falló.

Me dejé llevar por el sonido de las cigarras unos segundos: realmente se estaba fresco en aquel chamizo solitario. Contemplé a Rivera y me lo imaginé embadurnando de gasolina el sofá de cuero, la colección de enciclopedias sin hojear, los adornos regalados por la suegra.

―Marcas de rueda en el barro que correspondían a un Toyota Land Cruiser ―dije señalando la puerta― en la entrada al garaje. Así empezó todo. También está el hecho de que el forense no encontrara rastro humano entre tanta ceniza.
―¿Y cómo ha averiguado que me escondía en la cabaña? ¿Siguió las huellas desde Madrid?

En realidad, se divertía con toda aquella escena; yo, también. Cualquiera pensaría que éramos dos viejos amigos que habían quedado para ir a cazar liebres o para darse un magreo. Tomé aire y la Serranía de Ronda me inundó los pulmones.

―No exactamente. Al principio, opté por interrogar a las personas cercanas a su círculo. Esa fase no duró mucho, porque ni su mujer ni los tarados de sus vecinos me dieron información alguna; eso sí, como colaboradores de “Sálvame Deluxe” no tienen precio.
―Mi mujer nunca se interesó por lo que hacía o dejaba de hacer: solo quería agarrar la pasta e irse de compras con sus amigas.
―Si se refiere a sus antiguas compañeras de universidad, así es. Iban dejando un tufo a Chanel por cada tienda que entraban.

Nos reímos, aunque el mero recuerdo era para echarse a temblar: mujeres de casi cincuenta luciendo vestidos de treintañeras y con el “jo, tía, osea” pegado a sus labios de bótox. Rivera apuró su botellín de cerveza.

―Visto que su familia y conocidos no aportaron nada, lo intenté en su trabajo. No sé muy bien qué buscaba, pero entendí que la secretaria del jefe, esa mujer a la que se tiró esporádicamente, estaba igual de afligida con su pérdida como lo hubiera estado con la del conserje de su piso.
―¿Tampoco aportaron nada?
―Lo suficiente para saber que en su empresa era un perfecto desconocido ―respondí con teatralidad, para no perder la sonrisa―. Así que seguí con la pista del coche. Me habían dicho los de la aseguradora el modelo, por lo que me limité a buscar concesionarios que vendiesen todoterrenos de segunda mano y a tirar de mis encantos, en forma de billetes de cincuenta, para que me facilitaran una relación de clientes que hubieran comprado de un mes hacia delante un todoterreno de esa marca. La lista, gracias a la crisis económica, no era muy amplia, pero me obligó a estar un mes interrogando a los clientes; uno de ellos, al verme entrar en su finca, me debió confundir con un albanés de la mafia y el pastor alemán puso mi atletismo a prueba.

Rivera se acercó a la nevera y sacó un par de botellines; me alargó uno y el trago me sentó mejor que a Heidi los Alpes.

―Empecé a encontrar algo cuando di con la ficha de un tal David Bellido.
―¿No había pagado mis facturas?
―He de reconocer que usted es un artista del escapismo, porque fui incapaz durante semanas de relacionarle con aquel alias. En el fondo, sabía que era usted, porque toda la información recogida no tenía sentido ni relación entre sí. Además, era imposible localizar su domicilio.
―Vamos, que tuvo una corazonada ―respondió con una sonrisa falsa.
―Lo que tuve fue una deuda de doscientos euros con un contacto que me facilitó el número de tarjeta del tal Bellido. ―Di un trago largo al botellín; Rivera ya se había terminado el suyo y lo apiló junto a los otros en la mesa. Su mirada había perdido el sentido del humor inicial, y parecía sumida en recuerdos. Las cigarras nos habían dado tregua―. Hace una semana hizo un cargo con esa tarjeta en una gasolinera. Las cámaras le grabaron y la comprobación me costó otro pico; el resto, preguntar, espiar y sobornar al del bar del pueblo.

Rivera se palmeó los muslos y dejó escapar una mueca. “El cabrón de Manolo, que vendería a su familia por un puñado de euros”, dijo. Él encajaba con filosofía todo aquello y yo, no sé si motivado por la tranquilidad que me daba el fresco de la cabaña o por el efecto narcótico del canto de cigarra, empezaba a olvidar el verdadero motivo de mi visita a aquella granja apartada del “jo, tía, osea” y toda esa mierda. Aquel hombre seguía dándome la misma buena impresión del inicio.

―¿Y ahora? ―preguntó.

Sabía la respuesta que tenía que darle, pero antes le pedí otro botellín para aclararme la garganta. Rivera andaba pesadamente sobre el suelo de la cabaña. Una vez volvió y se sentó en su sofá, le dediqué una sonrisa que, me habría apostado la oficina, no se esperaba.

―Ahora, señor Rivera, voy a terminarme el botellín y luego me va a abonar las dietas, sobornos y costes adicionales que he tenido en toda esta investigación.
―¿Y qué va a decirles a los de la aseguradora?
―Que he perdido el tiempo buscando en vano a un hombre de ceniza.
―¿Y nada más?
―Solo eso ―respondí al tiempo que apuraba el botellín―. Bueno, y quiero que me aclare una duda.
―¿Qué duda? ―preguntó algo aturdido.
―¿Por qué el cobertizo para la leña es de ladrillo y el resto de la casa es de madera?